domingo, 19 de diciembre de 2010

Un frío de justicia

Cuando llegaron a la iglesia observaron que los sitios donde habitualmente se sentaban estaban ocupados por una señora. Aquellos sitios tenían una particularidad: estaban justo al lado de un calefactor. En un día frío como aquél, aquellos lugares eran los más cotizados. Había más gente de la habitual. Pronto supieron que se trataba de una misa de aniversario.

El tema del Evangelio era el dilema que se le plantea a José cuando se entera de que María está esperando un hijo. La ley le permitía repudiarla, pero él, después del sueño y las palabras del ángel, decide no hacerlo. El bueno del sacerdote centró su homilía en la actitud de fidelidad del Carpintero. Pero algo rechinó en los oídos del oyente. El orador unía dos palabras que no cuadraban. "José era justo. Él no denunció...él no denunció". Por de pronto el mensaje del orador era equívoco. Es obvio que una persona de su responsabilidad hablaba con intención. La cuestión es si se refería a situaciones con las que estaba familiarizado.

Lo primero que pensó el oyente era lo absurdo de lo que oía. "Todo lo contrario --se dijo a sí mismo--, si uno es justo tiene que denunciar la injusticia". La justicia se simboliza con la figura de una mujer con los ojos vendados que tiene en una mano una balanza y en la otra una espada. Justicia es dar a cada uno lo que se merece. Estamos asistiendo diariamente a la irresponsabilidad, el fraude, al engaño y no puede pedirse a una persona bien nacida que mire para otro lado. La persona justa debe, con los ojos vendados, sopesar la acción que juzga, y si la acción juzgada no se corresponde con lo que debería ser, entonces utilizará la espada para corregirla. José sí era justo porque conocía la verdad tal como se la había revelado el ángel y no denunció por eso. Visto así, las palabras del cura no chirrían tanto. Pero aún así, la yuxtaposición quizás no fue la más afortunada.

Cuando el oyente estaba en esta reflexión bizantina, cuando apenas seguía el resto del discurso, y cuando esperaba que de un momento a otro el orador finalizase, aún así, fue sorprendido por el "Creo en ...", primeras palabras del Credo, que daban por terminado su discurso. Al orador podrían achacarle falta de sistema en su exposición, machaconería en el tema recurrente de sus homilías, pero nadie, ni siquiera el más avezado director de suspense, le ganaba a lo inesperado de sus finales. Lo bueno que tenían sus misas es que el paso de un periodo a otro se producía sin solución de continuidad. Es justo reconocerlo.

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