La maldición del castillo de Peña Ramiro

Capítulo 1


-Papá, mírale. No me deja sitio-- se quejaba Felipa, lanzando una mirada asesina a su hermano Pedro.

--¿Y dónde quieres que me ponga, en el techo?-replicó molesto el joven.

Aunque cuatro años menor que su hermana, el muchacho ya tenía unas piernas larguísimas que le obligaban a buscar el mayor espacio posible en el asiento trasero del coche. Pero ésto, a Felipa, le daba igual. Relegada a un rincón diminuto e incómodo, la joven sólo pedía un poco de justicia, pero después de varias horas de viaje, bajo el sol verdugo de agosto, ni papá ni mamá ni el mismísimo rey Salomón hubieran sido capaces de dictaminar un veredicto al gusto de los dos jóvenes pasajeros.

--Cariño-dijo el padre de Felipa, dirigiéndose a su hija con una calma obviamente esforzada-coloca bien las cosas en el medio, y estáos quietos, cada uno en vuestro sitio.

Felipa se arrimó medio centímetro más hacia su lado del coche al mismo tiempo que fruncía las cejas que coronaban sus ojos de color azul profundo y sacudía su larga melena rubia y rebelde, gestos muy suyos que definían a la perfección su carácter obstinado e inquieto.

"¡Siempre igual!" pensó la joven.

Todos los años por estas fechas Felipa Marto y su familia iban al pueblo de su padre, para pasar un mes de vacaciones con su abuelo y su tío. Y como todos los años, el pequeño coche familiar iba hasta los topes. Delante iban sus padres y detrás, apilados entre Felipa y Pedro, iban los invitados de honor: la nevera, unas bolsas de viaje, las mochilas, una caja de galletas para el camino y hasta el piano portátil, que cuando el coche tomaba alguna curva se resbalaban y se les echaban encima. A veces Pedro empujaba hacia Felipa la muralla de bultos que los separaba y la dejaba sin sitio para moverse; otras veces era ella quien, procurando ganar un poco de espacio, devolvía el favor a su hermano.

Después del fallo de su padre (en opinión de Felipa siempre favorable a su hermano), la muchacha se colocaba los auriculares de su walkman y se ponía a escuchar una cinta de música. Algo tenía que hacer para no pensar en lo que le esperaba en el pueblo: allí lo único que podía hacer era pasar el día leyendo, o ir al río a bañarse. Claro que a Felipa le gustaba tanto la lectura como las escapadas al río, pero si para algo era el verano era para estar con los amigos o al menos con gente joven, y según había comprobado Felipa, ya no había casi chicas ni chicos de su edad en el pueblo, y los que había tenían poco en común con ella.

Dándose cuenta de la situación, este año su padre le había sugerido que invitase a su mejor amiga para ir con ellos; él prometía que las llevaría a las dos a las fiestas de los pueblos cercanos, y de ese modo no se aburrirían. El plan era bastante atractivo; las fiestas de verano estaban hechas a medida de los gustos juveniles, con orquestas, música a tope, muchas caras nuevas y vuelta a casa al amanecer. Pero a última hora su amiga se había echado para atrás, quizás por la repentina enfermedad de su madre o quizás porque, después de oir a Felipa quejarse todos los años de lo insoportable que era el pueblo, no se animaba demasiado.

Dichoso agosto. Lo único que lo salvaba era el cumpleaños de Felipa, y aquel agosto, la muchacha cumpliría los diecisiete. Aunque a decir verdad, los diecisiete eran una edad de trámite, a caballo entre los románticos dieciséis y los importantes dieciocho; los dieciocho, esa sí que era una edad con mayúsculas.

Voces lejanas interrumpieron los pensamientos de Felipa. La joven bajó el volumen de la música para poder escuchar mejor.

--Este año voy a ver si ordeno de una vez los libros del desván -decía su padre. Felipa se sonreía, escéptica. ¡Si su padre decía lo mismo todos los años!

--Pues creo que yo seguiré con los árboles genealógicos-- decía su madre. Esto sí que era un proyecto relativamente nuevo. Lo que Felipa no podía entender era por qué su madre, desde hacía dos veranos, quería encerrarse todas las tardes en la casa con listas, fichas y un montón de cuadernos viejos y malolientes.

-¡Vaya rollo! -opinó Pedro, para quien entre estar en la calle o estarse más de un minuto encerrado en la casa no había elección posible-. Este año tenemos que subir al lago.-- Felipa había oído hablar mucho del lago, la huella de un antiguo glaciar colgado en lo alto de la Sierra de Lagunilla, al sur del pueblo.

-Claro que iremos al lago-apuntó ambicioso su padre--. Pero ¿sabéis lo que realmente me gustaría hacer este verano? -En el segundo que transcurrió hasta la contestación de la pregunta, Felipa no podía ni imaginar qué "idea" se le podía haber ocurrido a su padre que por desgracia la implicase también a ella.- Pues subir al castillo armado con un pico y una pala y escavar, a ver si descubro algún resto arqueológico. ¿Os imagináis que encontrara una espada o algo parecido?

Felipa suspiró aliviada.

La conversación tomó entonces un tono muy animado, pues los padres de Felipa comentaban las posibilidades de descubrir tesoros ocultos y su hermano hacía sus típicos chistes sobre las dotes detectivescas de su padre, pero Felipa solo escuchaba a medias. Bien conocía ella la afición de su padre por la arqueología, además de su gran interés por la historia del pueblo. Pero al final, las excursiones a la cima de la montaña siempre terminaban en una agradable merienda y las ilusiones de emular como poco el descubrimiento de Tutankamon se quedaban en reponer alguna piedra desprendida de las paredes ruinosas del castillo.

Pero una cosa estaba clara, pensaba Felipa. Todos tenían algún plan.

Todos menos ella.

Después de sortear la tanda de curvas que anunciaban el último cuarto de hora de su viaje, el pequeño coche familiar llegaba al lugar en la carretera donde se encontraba la muy temida "Peña de la Muerte". El padre de Felipa había hecho aquel viaje más veces de las que podía contar y aunque conocía perfectamente cada metro del camino, la curva peligrosísima que obligaba a formar una peña que sobresalía y se proyectaba sobre el cauce del río le forzaba a reducir la velocidad en este punto, y con ello las ansias de llegar cuanto antes al pueblo. Curiosamente, casi como si se hubiera hecho a posta, esta pausa involuntaria les preparaba para disfrutar de un panorama único y a la vez familiar: al salir de la curva, se divisaba por primera vez, todavía lejos y en una cumbre muy rocosa, la silueta del Cristo, una gigantesca estatua de hormigón que un cura del pueblo de Entrerríos había mandado colocar sobre las ruinas del antiguo castillo.

-¡A ver quién es el primero en ver el castillo!

Al oír eso Felipa se erguía en el asiento y miraba hacia el horizonte para descubrir aquella imagen sugerente.

El castillo, o lo que quedaba de él, se alzaba sobre una montaña que dominaba el valle y de cuya cumbre surgían, como espinas del lomo de un dinosaurio, peñas que la hacían inexpugnable. En realidad el castillo eran los restos de un conjunto formado por dos partes, el castillo propiamente dicho situado más al este y constituido por tres torres, sobre una de las cuales, la más alta y mejor conservada, se alzaba la estatua del Cristo, y la parte conocida como la Casa Vieja, una torre cegada por sus propios escombros. Las dos partes estaban unidas por una muralla hecha a trozos de peñas y a trozos de muros de piedra reducidos a montones envejecidos por el paso del tiempo. Encerrada por la muralla y guardada en sus extremos por ambas fortalezas se abría una explanada tapizada de una hierba tan fina que lo mismo servía de mullida cama para los mayores como de alfombra de juegos para los pequeños.

Cuando por fin el coche pasaba al pie de la montaña, Felipa se aproximaba a la ventanilla. A pesar del escaso interés que le despertaban las cosas del pueblo, la joven reconocía que el viejo castillo seguía teniendo una atracción especial para ella y mientras lo contemplaba, le venían a la mente las mismas preguntas de siempre. ¿Quiénes habrían vivido en aquel lugar? ¿Cuántos misterios centenarios encerrarían aquellas piedras?

De hecho, la historia del castillo estaba envuelta en misterio, empezando por las discrepancias que existían sobre su origen. La tradición decía que allí habían vivido los árabes. El padre de Felipa sin embargo remontaba los orígenes a los romanos, basándose en la arquitectura y en el valor estratégico del castillo para vigilar los envíos del oro removido de las montañas de la comarca durante la ocupación romana.

Su nombre, Peña Ramiro, era otro enigma. Lo de Peña saltaba a la vista y Ramiro era un nombre habitual en la Edad Media. Varios reyes del Reino de León se llamaron así y quizás en aquellos tiempos el castillo perteneciese a algún noble caballero del mismo nombre, señor de todas las aldeas del valle.

En esa niebla de la historia, el castillo, olvidado de estudiosos y gobernantes, se mantenía achacoso y desgastado por los años, aguantando el embate del tiempo y de las hordas de veraneantes. De vez en cuando se hablaba de explotar las posibilidades turísticas del recinto, pero el padre de Felipa era un apasionado defensor de dejarlo tal como estaba, en la penumbra del mito y la leyenda, abierto a la imaginación de mil y una historias que el tiempo iba transformando.

Después de pasar el castillo, a pocos metros estaba Entrerríos, el pueblo de su padre. En la parte alta, justo antes de entrar, se podía ver el conjunto de piedra y pizarra formado por la casa del cura, la iglesia y el viejo cementerio; éste, pequeño y repleto de cruces que asomaban por encima del muro que daba a la carretera, de las cuales la que más destacaba era la que señalaba la sepultura de la abuela. Desde ese punto Felipa podía ver hasta con los ojos cerrados lo que se avecinaba unos metros más allá: manchas cuadradas de color azul marino apoyadas sobre blancas casas de piedra que se apiñaban acurrucadas en la vaguada entre los dos ríos, rompiendo la monotonía de los verdes del valle. Para llegar a la casa del abuelo sólo había que bajar la cuesta de la iglesia, girar a la izquierda y seguir río arriba hasta la plaza. Después de dieciséis agostos, Felipa conocía el barrio como la palma de su mano.

La casa del abuelo era la más apartada en una plaza conformada por el hostal, varios corrales abandonados y cuatro casas viejas más, entre ellas destacaba la antigua casa de la abuela de Felipa, donde ahora vivían unos tíos suyos. La casa del abuelo tenía dos plantas, gruesos muros pintados de blanco y ante la entrada un pequeño jardín vallado, cubierto de césped seco y donde crecían algunos rosales descuidados.

Su padre aparcó justo delante de la verja de entrada. El ruido del motor y las requisitorias del padre para que ninguno de los hijos se escaqueara sin llevar un bulto, alertaron al abuelo y al tío, que salieron a recibirles. Después de los saludos de rigor todos entraron en la casa cargados de maletas y cachivaches. Felipa y su hermano subieron directos hasta la habitación azul, la de las dos camas.

Como de costumbre, Pedro echó sus cosas sobre la cama junto a la ventana y con su habitual falta de interés en lo que hacía u opinaba su hermana, se puso a vaciar el contenido de su mochila encima de la mesilla de noche.

--No, no, no, no-protestó furiosa Felipa, levantándose de la cama que daba a la pared del pasillo. -Oye, tío, se supone que tenemos que compartir esta habitación. La mesilla de noche es de los dos, así que, quita esta basura de ahí y mételo en otro sitio.

--Déjame en paz-era la respuesta de Pedro, que ya había encontrado su monedero y la asignación que sus padres le habían dado para gastar durante las vacaciones. Al contrario que Felipa, el muchacho todavía disfrutaba del pueblo, y estaba deseando bajar cuanto antes al bar del hostal, tomarse una cocacola y buscar su pandilla. Pero también sabía que si quería coexistir tranquilamente con su hermana durante las próximas cuatro semanas, lo más sensato era mantener algo de orden en la habitación azul y enfadarla lo menos posible. Con las dos manos, Pedro recogió como pudo todo lo que había encima de la mesilla que separaba las dos camas y lo echó encima de la suya.

--Luego lo recojo, vale?-dijo, al mismo tiempo que salía como una bala del cuarto y bajaba la escalera saltando los peldaños de tres en tres.

Media hora más tarde Felipa había encontrado espacio suficiente en el armario para su ropa y tenía sus libros, cassettes, partituras y el piano portátil colocados encima del viejo baúl detrás de la puerta. Echando una mirada furtiva al techo, Felipa decidió que la siguiente tarea sería la búsqueda y captura de las arañas que colgaban inocentes boca abajo en cada esquina de la habitación. Con las paredes limpias pensaba tumbarse en la cama y leer.

El repentino sonido de voces y pisadas en el jardín paró momentáneamente el plan. Curiosa, Felipa se asomó a la ventana que daba a la calle para ver quién estaba abajo, pero desde allí solo podía ver la verja de la entrada. Cuando poco después sonó el timbre, pensaba que sería un vecino del abuelo que había visto el coche y se acercaba para saludar a los veraneantes, o algún niño buscando a su hermano, pero la voz que llegaba hasta la habitación azul cuando su madre abrió la puerta era joven, de chica, y vagamente familiar.

-¿Está Felipa?

Capítulo 2