Tres días de agosto

(Entrada empezada el 1 de septiembre y terminada el 10 de octubre)

Lo que me resultaba relativamente fácil hacía apenas unos días, ahora me era prácticamente imposible. Porque, cuando los días se desarrollan en su predecible rutina, las sorpresas resaltan de tal forma que exigen ser reflejadas. Esto es lo que me había ocurrido durante las vacaciones de verano. En la calma lenta y tibia del paso de los días, lo extraordinario se presentaba con tal urgencia que, inmediatamente, su dibujo pasaba al teclado del ordenador para convertirse en una entrada en mi blog. Así, un susto en mi paseo diario de la mañana, una visita programada a unos amigos, o un cumpleaños obtenían el arbitrario premio de la inmortalidad.

Pero durante tres últimos días de agosto lo extraordinario ha dominado mi experiencia y apenas encuentro las palabras para contarlo.

Yo creo en los flashes, en los despertares, en los asombros, en las invasiones, en las explosiones del espíritu, que son como deslumbramientos de luz, como olas que se ven nacer en el horizonte, y amasando fuerza y agua se aproximan agigantadas, y llegando a la orilla chocan y se estrellan contra unas rocas que, aunque acostumbradas al blando y repetido golpe del agua, aún se estremecen.

Me había pasado lo mismo en otras ocasiones pero nunca como esta vez.

Llevábamos en el lugar tres días, cuando aquello me sucedió.

Habíamos ido a visitar a B., nuestra hija, y a conocer a A., su novio.

Cuando, después de una corta espera, ella apareció en el andén del aeropuerto Kennedy de Nueva York, con su Ford negro deportivo, desbordaba energía y mostraba la alegría de encontrarnos. Era ya de noche y a la mañana siguiente ella tenía que ir a trabajar. Desde el aeropuerto hasta el motel, situado en una localidad cercana a New Haven, en Connecticut, había aún unas dos horas de camino. Durante el trayecto hasta el motel hablamos, pero en el aire flotaba el otro objeto de la visita: queríamos conocer a su novio y comprobar que ella era feliz. Ella y nosotros deseábamos que todo fuese bien.

El motel lo regentaba una pareja de hindúes. Nos recibió una dueña desconfiada. Tuvimos que pagar los cinco días de estancia de antemano. La habitación situada en el extremo, junto a la carretera, disponía de todas las comodidades, pero la inmensa cama la empequeñecía.

Acostumbrados a dormir pegados y abrazados, en esta cama para familia numerosa se abría un inmenso océano de sábana entre nosotros. Quizás por el frío que pasé en el internado me gusta que la sábana y manta que me cubre me llegue holgada hasta la cara y tapar cualquier resquicio por donde pueda entrar el aire. Aquí tardé resignado en aceptar que la sábana no me llegaba ni al hombro, a pesar de que tiraba con fuerza de ella para cubrirme.

Al día siguiente habíamos planeado ir a conocer el lugar de trabajo de B. Nos levantamos a nuestra hora habitual, temprano, y fuimos a desayunar a un diner cercano. Para ir hasta Darien, el lugar donde estaba el laboratorio, tomaríamos el autobús y después el tren. Después de andar más de un kilómetro en busca de la parada siguiendo las instrucciones de almas caritativas pero poco usuarias del transporte público montamos en un autobús poblado de negros y latinos. Teníamos el tiempo justo para tomar el tren, pero cumplir el horario del autobús no debía ser preocupación del conductor, que, cosa inaudita, a mitad de camino paró el autobús para tomar un café lo que aprovecharon algunos pasajeros para hacer lo mismo o fumarse un pitillo. Como fatalmente ocurrió, perdimos el tren. Mientras esperábamos al siguiente, contemplamos la colección de trenes en miniatura antiguos expuestos en la sala de espera de la estación. Al cabo de una hora tomamos otro tren y llegamos a Darien pasada la una de la tarde. Después de andar un buen trecho y preguntar por direcciones llegamos por fin al laboratorio.

Avisada de nuestra llegada por una amable recepcionista,  B. nos condujo a la cafetería, y por el camino nos fue presentando a sus colegas de trabajo. La consideración que ellos le mostraban nos llenaba de orgullo. A continuación nos enseñó las distintas dependencias: la sala de pruebas y el laboratorio propiamente dicho. Allí estaban las mesas de trabajo. Sobre la suya exhibía fotos de su familia, sus proyectos y los productos en cuyo descubrimiento ella había participado. Como otra Madame Curie en su bata blanca, nos mostraba frascos, pipetas, hornos y programas. Mientras nos explicaba el para qué de aquel maremagno de plástico y cristal, nosotros la imaginábamos allí de pie, en un día cualquiera, seria, concentrada, esperando como una Arquímedes el Eureka soñado.

Definitivamente su profesionalidad y el reconocimiento de sus compañeros colocaron la primera piedra en el edificio de seguridad que como padres deseábamos para nuestra hija.

La dejamos en su trabajo y volvimos solos al motel. El trayecto era largo: de nuevo tren y luego autobús. Desde el tren, los paisajes gastados de viejas fábricas, que mostraban la huella de trabajos y sueños de sencillos hombres y mujeres, alternaban con vistas de puertos, donde yates atracados esperaban a ricos patrones ociosos. Luego, desde el autobús, la variedad de las fachadas de las casas, que desde New Haven dejábamos atrás en nuestro recorrido, y el temor a pasarnos de parada acortaron nuestro viaje.

Llegados a la habitación, decidimos descansar un rato sobre la inmensa cama superking. Por la tarde conoceríamos al novio. La incertidumbre y la ansiedad que sentíamos ante el primer encuentro con quien nuestra hija pensaba pasar el resto de su vida era tal, que hasta nos preguntamos cómo debíamos saludarle. “Yo le voy a dar un abrazo” – dije yo. Imaginaba la preocupación de B. y el nerviosismo de su novio por causar una buena impresión. Amábamos a nuestra hija y no era difícil hacer todo lo que estuviese en nuestra manos para hacerla feliz.

Inquietos, esperamos un buen rato hasta que los dos se presentaron en el aparcamiento frente a la puerta de nuestra habitación en el motel. Como habíamos acordado saludamos a la española, física y de corazón. Mi primera impresión confirmaba la experiencia que había tenido de A. al hablar con él por teléfono en España: entonces me había conquistado su buena educación.

Nuestra hija dispuso que yo me sentase delante con él en el trayecto hasta el restaurante. La conversación fue amena. Saltábamos de un tema a otro, mi trabajo, su trabajo, y en todos él mostraba interés.

Luego, cuando ya estábamos sentados a la mesa para cenar, en la terraza de un restaurante conocido por su “clam soup”, que, dicho sea de paso, no conseguí probar, aunque lo intenté, observé cómo mi hija miraba a A., cómo le protegía, como diciéndole “No te preocupes, yo estoy contigo”, y pensé que el amor de mi hija no era gratuito, era algo que respondía al mismo sentimiento intenso que él sentía por ella.

El segundo día fue un escalón más en la confirmación de las buenas sensaciones del primero. Por la mañana, después de desayunar en el mismo diner cercano, donde, al contrario que en Florida, servían el café en taza sobre plato, y en un ambiente elegante, de conversación reposada, nuestra hija vino a buscarnos al motel para llevarnos a conocer su nueva casa.

El camino fue relativamente corto en distancia pero largo en sensaciones: la carretera se abría entre espesos bosques, o atravesaba zonas de residencia con casas de dos pisos, rodeadas de amplios céspedes y animadas de árboles. Yo no dudé en fotografiar desde el coche cada vista. Por fin, cuando llegamos a un cruce, en una de cuyas esquinas se veía un estanque natural, giramos a la izquierda y, después de una pequeña ascensión, dejando a la izquierda una casa con tonos rojos, tomamos un camino abierto en el bosque.

A pocos metros entramos en un amplio espacio al fondo del cual se divisaba una casa blanca de doble piso, de contraventanas de color granate púrpura, protegida por un árbol gigante. A la izquierda y detrás de la casa se abría un amplio césped, y todo rodeado de una muralla de árboles. A la derecha y detrás, una pantalla de bosque daba paso al estanque. Uno no podía imaginar un lugar más ideal para vivir. El sueño de Fray Luis de León en aquellos versos “qué descansada vida”, o el ideal romano del poeta Horacio en su retiro bucólico en el campo. A uno le venía a la mente las casas inglesas que se retrataban en las novelas de Jane Austen: Pemberley era quizás más rico pero no menos idílico.


Cuando salimos del coche nos recibieron dos enormes perros que al final acabarían siendo dos peluches con los que uno se siente protegido y querido: Erebus, un labrador de color azabache profundo, y Perseus, un husky color marfil de ojos cada uno de distinto color. Entramos en la casa y allí estaba A. Una de las grandes preguntas que me había planteado en su día era cómo mi hija iba a compaginar las tareas de la casa con su trabajo, tan importante éste no sólo para ella pero también para nosotros (porque nosotros sabemos de su inteligencia y capacidad). Y la solución estaba ante nuestros ojos: A. llevaba consigo una cesta de ropa recién sacada de la lavadora que estaba dispuesto a tender en el amplio espacio tras la casa; un poste en medio del césped extendía una larga cuerda de donde penderían prendas de vestir y trabajo. Entre los dos tenían constituido un engranaje de tareas domésticas que a primera vista funcionaba. De momento la impresión que tenía de él se agigantaba: A. era un hombre trabajador.

Mientras, nuestra hija nos enseñó su casa: la sala de estar, donde en un aparador destacaba una fotografía de ella niña con su abuelo; el comedor con una mesa y dos sillas, donde uno imaginaba una vela y una rosa; la cocina con una ventana desde la que se avistaba el jardín trasero y al fondo el estanque; las escaleras de madera que llevaban al piso superior con habitaciones reservadas para uno y otro. Pero mi hija hizo hincapié en una pequeña terraza que daba al este y donde planeaba hacer un lugar para la lectura: “Tengo pensado preparar esto para que papá, cuando venga, pueda leer a gusto”, dijo.

Descendimos al sótano, un amplio espacio limpio donde estaban las máquinas de la calefacción que semejaba a un sistema circulatorio de corazones y arterias. Allí estaban dos lavadoras con un sistema de funcionamiento original a base de monedas. En una pared había un artilugio de función desconocida que habían dejado los antiguos propietarios. Al fondo del sótano había una pequeña cámara, probablemente para guardar la leña o el carbón, que se abría al jardín exterior por una puerta inclinada.

En la casa aún había mucho que hacer pero nuestra hija parecía tener dibujada en su mente la casa soñada que ya había empezado a realizar en cortinas, contraventanas, suelos de madera... Poco a poco vendría todo lo demás.


Luego salimos al exterior y recorrimos el área de la propiedad. Bajo un sol espléndido, en medio del canto de los pájaros y la presencia imponente de los árboles que rodeaban el jardín, llegamos hasta el estanque, que prometía ensoñaciones para un romántico y largas sentadas filosóficas para un pescador. Libres, Erebus y Perseus corrían y se bañaban en sus aguas.

Cuando llegó la hora de la comida, montamos en el coche y nos dirigimos a New Haven. Nuestro objetivo era visitar el campus universitario de Yale, un deseo que yo había expresado a mi hija. Aparcamos el coche y nos dirigimos a un restaurante especializado en platos con queso, cuyo sólo nombre, Caseus, despertaba en nuestras papilas delicias manchegas. Mientras llegábamos, pasando ante tiendas de fachadas estilo años veinte y años cincuenta, nosotros nos retrasábamos estudiando las reacciones de los prometidos: en un momento ambos se cogieron de la mano. Nosotros nos miramos cómplices y felices. “Se quieren” pensamos.

El restaurante debía ser caro. Estaba a rebosar de comensales. Después de un tiempo de espera, entramos y nos colocaron en el sótano, junto a la cocina. Los platos parecían deliciosos. Yo, guiado por la vista del plato que disfrutaba un cliente en la barra, pedí un Maccheese pensando que tenía que ver algo con hamburguesa. Cuando vino me sorprendí: eran macarrones con queso fundido y salteado con trozos de jamón. Claro, mac: macarrones. Delicioso.

El paseo por Yale fue especial. La impresión, viendo aquellos edificios neogóticos con patios interiores, era que estábamos en medio de un mundo aparte, donde los edificios de piedra trabajada y de portadas adornadas con símbolos de estudio, te recordaban la solidez de filosofías, de ciencias, donde el silencio era el ámbito natural de la excelencia para el desarrollo de los espíritus. Nada allí desentonaba: el cementerio sembrado de lápidas con su puerta de templo egipcio te hablaba del inevitable más allá; en frente, el templo griego de columnas jónicas y proporciones clásicas te recordaba la posibilidad de la perfección humana en el más acá; al fondo, la central eléctrica disimulaba sus dos chimeneas como si se tratase de las torres de una catedral gótica. Yo era consciente de lo que vivía: ¡yo estaba en Yale! Leía todas y cada una de las placas donde se recordaban los nombres de fundadores o filántropos.

Entramos en un edificio donde, tras una rotonda neoclásica, se abría un pasillo en cuyas paredes, adornadas con estatuas, se recordaba en una lápida a los miembros de la Universidad muertos en la Guerra de Secesión. Dentro del patio me sorprendió un edificio rectangular de estilo cubista conviviendo con una escultura móvil adornada de colores a lo Miró.

Los estudiantes comenzaban el curso y estaban ocupados en trasladar sus bártulos a sus residencias acompañados de sus padres, probablemente adinerados, pero seguramente orgullosos y esperanzados. Me fijaba en los jóvenes y pensaba lo inteligentes que eran. Mi hija lo era también. Interesado en el coste anual, superior al doble de lo que cobro yo en un año de trabajo, me di cuenta de que apenas hay resquicios en este mundo para colarse en la cabina de primera clase.

Me paré junto a una librería y J., mi esposa, me mostró un libro de Doris Lessing, autora a la que estaba leyendo ese verano. Al percibir mi interés, A. me preguntó si me interesaba. Le dije que no, que ya tenía mucho para leer. Era no obstante otra muestra más de generosidad de su parte.

Completos, en cuerpo y espíritu, regresamos al coche, después de atravesar el green de la ciudad, el parque donde un coro ensayaba en público, y mientras yo tomaba fotos de la arquitectura modernista del centro de negocios junto al historicista palacio de justicia de New Haven.

De vuelta al motel, al atravesar la zona residencial de New Haven por la calle principal, J. me señalaba los innumerables distintos modelos de casas que se exponían a ambos lados y en las que ya habíamos reparado el día anterior.

El atracón espiritual de emoción y belleza pasaba factura a un cuerpo que exigía descanso.

Aún quedaba una cita: la cena.

Caída la tarde, nos dirigimos a un restaurante japonés. Para mí era la primera vez que asistía a un espectáculo semejante: los comensales se disponen en torno a un cuadrado, en medio del cual el cocinero prepara los platos a la vista. Mientras esperamos nuestro turno, tomamos vino sake.

Al poco tiempo se presentó un cocinero enérgico y alegre llevando un carro cargado con el instrumental y los ingredientes. Colocado en su espacio, primero intentó probar nuestra puntería arrojándonos, como si fuésemos perros o focas, trozos de vegetal que debíamos atrapar al aire con la boca abierta. De momento, haciéndote reír, te habían preparado para disfrutar de lo que iba a venir. Poco a poco fue colocando los ingredientes sobre la plancha y comenzó a preparar el arroz, las verduras y la carne. Después de un té terminamos con una foto para, como guerreros mesolíticos después de la caza o batalla, conmemorar aquel acontecimiento inolvidable.

Y al tercer día…

Nuestra hija y su novio nos recogieron en el motel y nos dirigimos a la iglesia. Previamente a nuestra visita, habíamos requerido a nuestra hija que el domingo queríamos asistir a misa con la familia de su novio. Nuestra petición había sido la excusa para organizar una fiesta familiar para celebrar nuestra visita y el pasado cumpleaños de nuestra hija.

Emplazada en medio de un paisaje diáfano de bosque, la iglesia era pequeña y acogedora. Presidía su exterior una estatua en piedra blanca de Santa Juana de Arco. No sé por qué me pregunté por aquella advocación tan poco común. El interior en forma de trapecio se disponía como un teatro con las gradas inclinadas en dirección al altar. Nos sentamos en un banco donde, separados por A., también estaban sentados sus padres. La misa fue breve y sencilla. Más de una vez me imaginaba que sería un buen escenario para la boda de mi hija.

A la salida fuimos presentados a la familia del novio. Enseguida las barreras desaparecieron y fue como si siempre nos hubiéramos conocido. Gente sencilla, cariñosa, y acogedora. Yo admiraba ese tipo de familia. A veces me había quejado de que la nuestra no era una verdadera familia porque notaba que a nosotros, en exceso independientes, nos faltaba comunicación. Mi hija no estaba de acuerdo conmigo.

Desayunamos todos juntos en un restaurante donde el menú presentía delicias. Yo aproveché para pedir mis huevos, mis grits, mi biscuit y mis salchichas y mucho café. Vi como mi esposa se apartaba y tuve un cierto temor de quedarme aislado, pero allí estaba mi hija que me sentó a su derecha. Junto a mí se sentó el padre del novio y frente a mí la madre y una futura cuñada de mi hija. Poco a poco, de un modo normal, entablé relación con el padre, un hombre sereno del que admiraba la veneración que toda su familia sentía por él, señal de que no lo había hecho nada mal hasta la fecha.


Después de acudir al motel para cambiarnos de ropa, regresamos a la casa, donde pasamos el tiempo en paz, hasta que poco a poco fue acercándose la hora del party. Los componentes de la familia fueron llegando, primero los padres de A., luego las familias de su hermano y sus dos hermanas. Observé cómo los nietos saludaban a sus abuelos con besos y abrazos. Todos se sentían como en su casa.

Mientras A. preparaba el fuego en el grill de su propia invención (un barril de petróleo cortado a lo largo por la mitad y vuelto a unir en uno de sus lados por unas bisagras), su padre daba agua a los perros y nosotros esperábamos sentados hablando con los recién llegados. El grill tardó en encenderse pero pronto estaba preparado para comenzar a cocinar las hamburguesas y los perritos calientes.

El día era espléndido y el sol de justicia. Y allí junto al grill estaba A., sólo, sudando la gota gorda, trabajando al servicio de todos. Decidí hacerle compañía. Hablamos de la casa, de su trabajo, de su familia. Ineludiblemente hablamos de B. y recuerdo que comentamos las diferencias entre ella y su hermano --ella más parecida a mí: lógica, reservada, determinada; su hermano, más parecido a su madre: intuitivo, imprevisible. Aunque hoy en día para muchos no tenga importancia, le comenté lo a gusto que yo me sentía de que él fuese católico. De pronto él me dijo que quería casarse con mi hija y que para él era muy importante que yo aceptase. Le contesté que me sentía muy honrado por su consideración y poniendo mi mano en su hombro le dije que esperaba que aceptase considerarse como mi propio hijo. Después de aquello, era difícil sentimentalmente continuar una conversación, lo que ayudó el que viniese alguien a preguntar por las hamburguesas. Aproveché la ocasión y tomando un plato con comida me fui a sentar junto a J. y le conté lo que había sucedido. Ella me abrazó emocionada. Mi hija era amada y quien la quería había solicitado generosamente nuestra aprobación para casarse con ella, para formar una familia con ella. ¡Que más podíamos pedir!


La reunión continuó y todos, servidos nuestros platos de hamburguesas, perritos calientes, beans en salsa dulce y arroz, comimos sentados en un gran círculo, hablando unos con otros. De vez en cuando, miembros ausentes de la familia aparecían. Cuando todos hubimos más o menos terminado de comer le presentaron a B. los regalos de cumpleaños. Los abuelos y cada hermano le habían hecho un regalo, todos espléndidos. Nosotros estábamos anonadados por la efusión de cariño que desbordaban hacia nuestra hija. Comenté a J. que, en algún momento, yo tenía que decir unas palabras.

Huyendo del calor, nos movimos al resguardo de la sombra de los árboles en otro lugar del jardín, y mientras los mayores veíamos en el portátil las fotografías del viaje que B. y A. habían hecho a los viñedos de California, los jóvenes desplegaban su energía jugando al béisbol en el amplio césped.

Luego llegó el momento de la tarta que alguien había diseñado expresamente para B. En la decoración habían esculpido una mano y en el dedo anular habían colocado un anillo. Parecía como si quisiese simbolizar un compromiso. Fue ese detalle el que llamó mi atención, aunque seguramente había alguna referencia a los años que B. cumplía. Acompañamos la tarta con café al gusto.

No había abandonado la idea de dirigirme a todos para mostrar nuestro agradecimiento ante tal despliegue de generosidad y cariño. Observé que algunos miembros de la familia de A. estaban preparándose para marchar y entonces decidí hablar. Haciendo acopio de coraje y con el corazón en la garganta, agradecí a todos el cuidado que habían tenido de mi hija, especialmente al padre y a la madre, y les pedía que me la cuidaran. No pude más. Mi esposa me sonreía entre lágrimas. Mi hija se levantó y me abrazó. Aguanté como pude para no sollozar. Oí que el hermano de A., padre de una niña de nueve años, decía: “Daddy’s girl” “You know what that is” le contesté.

¡Éramos tan felices, pero la íbamos a echar tanto de menos!

Poco a poco, una familia tras otra fue abandonando la reunión. Todos se despedían efusivamente de nosotros, encantados de habernos conocido y prometiendo nuevas visitas.

Al final quedamos solos con A. y B. Al día siguiente A. iba con su hermano a N.Y. para cerrar un contrato importante; si resultaba bien, el negocio se multiplicaba. Había que madrugar. Nos acompañaron al motel. Allí nos despedimos de A. con un fuerte abrazo esperando vernos muy pronto.

Ya solos en nuestra habitación, preparamos todo el equipaje para el día siguiente. Nuestro avión no salía hasta las cuatro de la tarde. Teníamos la mañana para pasarla con nuestra hija. Ella vendría a buscarnos para ir a desayunar a un lugar especial.

Después de cambiarme me senté ante el portátil y busqué la serie “Tiempos revueltos” para ver algunos capítulos atrasados.


Y entonces, mientras hablaba con J. de todo lo ocurrido en aquellos tres días, me di cuenta de lo mucho que nuestra hija nos quería. Nosotros, al otro lado del océano, no teníamos ni idea de cuánto amor la rodeaba, de cómo era apreciada y querida. Dios la había bendecido. Durante mucho tiempo ella había estado madurando el momento de comunicarnos algo que era tan bueno que otra en su lugar no hubiese dudado, y, sin embargo, ella no estaba segura de dar el paso hasta que nosotros no asintiésemos. En oleadas de emoción que no podía aguantar, que me ahogaban, como si un torrente de amor me anegase, sentía como en un flash, como en una revelación, todo el amor que ella sentía por nosotros. Yo, que pensaba que mi familia no era como una familia debía ser, de pronto me daba cuenta de lo poco que podía envidiar a nadie. Todo eran bendiciones. ¿Cómo era posible que en medio de tanta felicidad y de tanto amor que la rodeaba ella tuviese dudas? Las únicas dudas que podía tener eran porque nos quería, y no quería separarse de nosotros. Yo, sentado frente a la pantalla del ordenador sollozaba, intentando controlar las oleadas de consciencia del amor de mi hija. Poco a poco me fui calmando y recobré la paz.

Alguien hubiera explicado todo aquello diciendo que el estrés acumulado había desatado todo aquel cúmulo de emociones. Para mí, lo sucedido era inexplicable, a no ser porque Dios existía.

Al día siguiente nuestra hija nos recogió en el motel. En el coche venían Erebus y Perseus. Cargamos las maletas y nos fuimos a desayunar. Yo me coloqué en el asiento de atrás con los perros. Durante el trayecto Erebus, como si presintiese el próximo desenlace, o me aprisionaba contra el asiento como impidiéndome abandonarle, o descansaba en mi hombro su cabeza, como diciéndome que estaba encantado de haberme conocido.

El restaurante era un museo de objetos antiguos y estaba a rebosar de clientes. El desayuno fue fantástico: huevos sunny side, grits, pedazos de pollo frito, biscuits y manzana dulce. Y mucho café.

Volvimos a la casa y después de un rato nos dirigimos al aeropuerto. Por el camino llamó A. Él y su hermano habían conseguido el contrato. Decidimos que B. nos dejase junto a la terminal y no aparcase. Ella debía ir a casa y disfrutar de su hogar y de sus perros. Debía descansar y aprovechar lo que quedaba del día antes de ir a trabajar el día siguiente.

Ya en la sala de espera del aeropuerto éramos otros. Las colas para la tarjeta de embarque, las preocupaciones por el sobrepeso de las maletas, la antipatía de la azafata del mostrador, todo nos parecía fútil. Eso para nosotros era pura minucia. Nosotros aún estábamos bajo los efectos del éxtasis de asombro, felicidad, gratitud y amor que nos había arrebatado durante los últimos tres días. Todo lo demás era pecata minuta, prescindible. Dejábamos atrás a una hija a la que nos sentíamos ahora más unidos que nunca. La separación era dura pero aceptábamos resignados nuestro sacrificio por su felicidad. ¿Acaso no había sido esa nuestra misión cuando un día decidimos ser padres y nos comprometimos a entregar nuestras vidas por nuestros hijos?

En la pantalla del televisor destellaba el mensaje de embarque. Allí terminaban los tres días de aquel agosto del 2010 que nunca olvidaríamos.


(N.B. Gracias J. por tus correcciones y por la selección de fotos)