miércoles, 8 de septiembre de 2010

Entre pucheros


Víctor Hugo, en Los Miserables, al describir la casa que ocupa Jean Valjean, dice que la presencia de cortinas en las ventanas indica que en esa casa habita una mujer.

En la antigua Grecia el filósofo podía preguntarse por la razón de las cosas porque otros, esclavos, artesanos, comerciantes o funcionarios, satisfacían sus necesidades primarias: la comida en la mesa para su alimento, las sábanas para su descanso, las toallas limpias para su aseo, la ropa que vestía, su paseo seguro por la ciudad…

Hoy en día las cosas no son como en la sociedad esclavista y patriarcal de la antigua Grecia. Hoy día hombre y mujer se reparten en mayor o menor medida dependiendo de circunstancias, educación y costumbres la logística del día a día. Pero, y siempre desde el punto de vista de un hombre, existe una diferencia en el modo de abordar esas tareas “entre los pucheros” como las calificaba Santa Teresa. Si el hombre se interesa por lo práctico y efectivo, la mujer a ello le añade los detalles, en el color, en la textura, en el efecto.

Cuando regresamos por segunda vez al pueblo observamos que el seto que hay delante la casa había crecido de nuevo. Ante la necesaria poda, él quería cortarlo hasta la altura de su rodilla para que al año siguiente su crecimiento no tapase la fachada. Ella se opuso porque pensaba en el presente, en el efecto de frescor, verdura y vida que ofrecía; ella tenía razón.

Cada vez que venimos a esta casa vieja e incómoda, intenta limpiarle la cara, y poda setos, siega hierbas y arranca malezas. Se coloca el delantal viejo que hay detrás de la puerta de la cocina y, armada de una lanza terminada en un trapo enrollado, sugiere a las arañas que se oculten por unos días en las rendijas de las paredes.

Ella intenta hacer en lo posible del lugar que habitamos en cada momento un universo feliz, donde todo sonría.

En lo posible, porque la casa no es propia.

En una ocasión, aprovechando la existencia en la casa de una maquina de coser antigua, quiso cambiar las cortinas. No pudo. La justificación fue que a lo mejor las otras mujeres de la familia no estaban de acuerdo y lo podían entender como injerencia desmesurada. Aún persisten las viejas cortinas de lunares que en su día colocó la dueña.

Tampoco pudo convertir el huerto salvaje que hay detrás de la casa, donde sobreviven lánguidos árboles frutales, y donde año tras año hay que segar una maleza pertinaz, en una pradera de fino césped verde donde pasar las tardes tumbados en hamacas a la sombra de morales y manzanos durmiendo la siesta o leyendo un buen libro.

¡Si ella pudiera! ¡Lo que no haría con esta casa!

Ella, maestra del valor de lo sencillo, de la importancia del detalle y de la trascendencia del trabajo callado.

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