Una de las grandes aventuras del final del verano, cuando el cielo se siembra de nubes oscuras y al sol le cuesta romper y calentar, es encender la cocina de leña. No es asunto de poca monta. Existe todo un ritual que hay que seguir al pie de la letra para asegurar el éxito. Si se consigue, las imágenes tópicas del hombre prehistórico frotando un palo sobre una base o haciendo saltar chispas sobre una cama de hierba seca es algo que adquiere una dimensión singular.
Uno puede imaginar las humaredas llenando la cueva prehistórica si el viento sopla en contra, los ojos llorosos, la tos, el picor nasal que debieron sufrir los hombres, mujeres, ancianos y niños del clan paleolítico. Uno puede ver al encargado de encender el fuego pidiendo paciencia y a los impacientes de que el humo espeso se convierta por fin en llama queriendo probar su destreza. Imaginemos la alegría de ver el blanco de la base de la llama y el chisporroteo de los troncos en las caras ahumadas y tiznadas de los ateridos antepasados.
Pensaríamos que nosotros hemos avanzado y superado tamañas adversidades. En absoluto.
En nuestro caso, cuando prematura o necesariamente, según el distinto aguante al frío, consideramos que ha llegado el momento de emprender la tarea, inventada por el Homo Erectus, de encender el fuego en nuestra cocina de leña, lo primero que debe hacerse, una vez que disponemos del material necesario: cerillas, papel de periódico, palos y troncos, es abrir a tope el tiro de la chimenea, esa pieza horizontal que regula la rapidez de la quema. Luego abrimos la ventana de la chimenea. Encendemos una cerilla y con ella prendemos la primera hoja de periódico que introducimos por la ventana en el hueco y la agitamos con gusto para que provoque aire caliente que ascienda por la hueca columna hasta el cielo abierto.
A continuación colocamos en el hogar de la cocina las capas que formarán el fuego: en la base otra hoja de periódico (llevamos ya dos), encima briznas de paja, pequeñas ramas secas de algún matojo o pequeños palillos, y en lo alto los palos más gruesos. Seguidamente prendemos una cerilla y la arrimamos a la base de la hoja del periódico y ya está.
Pues no. El humo empieza a salir por todas las rendijas de la cocina. La habitación se llena de humo. Abrimos ventanas y puertas. Los habitantes empiezan a quejarse y a emigrar cobardes. Pero no importa, hay que perseverar. Volvemos a abrir la ventana de la chimenea y volvemos a repetir, después de encender deprisa otra cerilla y prender otra hoja de periódico, el agitado en el interior de la chimenea para crear la corriente de aire en el hueco oscuro.
Para entonces el fuego de la cocina se ha apagado. No importa, volvemos a colocar otra hoja, otros palos y volvemos a encender. Esta vez parece que quiere prender. Poco a poco el humo desaparece. Ahora podemos regular el tiro e ir cerrándolo cuidando de que el humo no vuelva a aparecer. Si acaso nos asomamos a la calle y miramos a ver si sale humo por la chimenea. Después de esperar vemos que, como señales de indios, empiezan a brotar y subir algodones de humo al cielo. Ya pueden cerrarse las ventanas y las puertas. Los emigrantes regresan incrédulos como Santos Tomases, hasta que sienten en sus dedos el calor generoso que irradia la testaruda cocina de leña.
Probablemente mañana será más fácil encenderla.
Aunque yo no pondría la mano en el fuego.
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