
Uno de los principales atractivos de la catedral de Chartres es su laberinto. Su recorrido es obligado, ya sea por curiosidad o por devoción. Según la tradición, el rito servía también como sustituto de la peregrinación a Jerusalén.
Son tantos los que lo realizan a la vez que es difícil imaginar que algunos fieles y peregrinos hiciesen su recorrido de rodillas como dice la historia. En cualquier caso, desde la propia experiencia, ver las viejas piedras blancas que forman la serpiente del camino holladas por curiosos o devotos, es algo que impresiona y mueve a la meditación. Aquí está la mía:
El laberinto de Chartres, ese ir y venir, ese avanzar y retroceder, caminando casi aturdido, casi desequilibrado por la angostura del camino de piedra, desgastada de tantas pisadas y roces, pero sabiendo (o sin saberlo) que al final, si creyente, dirigido por Dios, o si pagano, como otro Teseo en busca de la liberación, llegarás al centro, a ese Minotauro de tu destino final, al círculo rodeado de los seis pequeños semicírculos.
En los diseños geométricos o lacerías de azulejos o yeserías de los muros de edificios islámicos, las líneas, como el camino del laberinto de Chartres, tienen un principio y un fin, pero su recorrido es inaprensible a la mirada. Del mismo modo, el curso de la vida humana, según el musulmán, sólo es conocido por Dios, ante cuya voluntad sólo cabe el sometimiento, el Islam.
La vida es como el laberinto de Chartres: vamos, venimos, acertamos, nos equivocamos, reímos, lloramos, pero al final sin saberlo avanzamos hacia nuestro destino. ¿Será hacia arriba o hacia abajo? ¿hacia el cielo o hacia el abismo? ¿hacia la gloria o hacia el olvido? ¿hacia el Olimpo o convertidos en sombras huecas del Hades? Ineludiblemente llegaremos.
Quiero creer que lo bueno es que, a pesar de lo intricado, confuso e inseguro del camino visto desde fuera, sabes que una vez dentro de él no hay engaño, confías en que Dios te guía y te lleva hasta el final.
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