Eran las seis y media de la tarde y sentado en el sofa junto a la lámpara de pie me dispuse a leer algunos capítulos de "Taxi", un libro del egipcio Khaled Al Khamissi, en el que se retrata el mundo actual de Egipto a través de conversaciones con taxistas. (Lo aconsejo, es muy entretenido.) Así, aislado en la penumbra creada por las persianas bajadas -hoy hemos tenido en torno a los 35 grados-, y escuchando sólo el zumbido del ventilador que refresca el ambiente, cuando llevaba ya un buen rato disfrutando de las peripecias de los taxistas del Cairo, veo que, sigilosa pero decidida, Surra entra en la habitación, merodea unos instantes para hacerse notar, y como ve que yo no me muevo, dando un pequeño salto se sienta junto a mí en el sofá. La miro y me río porque sé lo que quiere. Para recordármelo se lame el hocico. Yo sigo leyendo y ella me mira insistente y me toca el brazo con su pata, como diciendo "¡Eh!, ¿qué? ¿te has dado cuenta de la hora?" La acaricio para distraerla aunque sé que en un minuto tendré que levantarme y darle un consuelo para que aguante hasta la cena. Al fin mina mi débil resistencia y lo consigue. Voy a la cocina, tomo unas cerezas y regreso al sofá. Mientras las como me indica con su mirada que quiere participar del banquete. Parto la cereza a la mitad, me quedo yo con la que tiene el hueso y le doy a ella la otra. Cuando terminamos, yo retomo la lectura y ella se hace una bola y se acurruca a mi lado. Luego, como si se hubiese acordado de alguna tarea pendiente, se levanta y, silenciosa como vino, se pierde en alguna de las habitaciones vacías de la casa hasta la próxima alerta de su instinto programado.
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