Cuando hace unos días comentábamos en clase la vida en la ciudad, señalábamos entre una de sus ventajas la oportunidad que ofrece de relacionarte con personas de toda clase y condición, y, al mismo tiempo, la posibilidad de aislarte y refugiarte en la más absoluta de las soledades. Por el contrario, en la vida rural de nuestros antepasados la posibilidad de relación estaba limitada durante la mayor parte del año a los pocos vecinos que moraban en el pueblo y era muy difícil escapar a su escrutinio y control.
Pero si la vida urbana ha permitido a las personas escapar a las miradas impertinentes y a la vez ofrecerles un espacio de máxima libertad, también ha extendido una práctica antes reservada como un título honorífico a las obras literarias o artísticas de las que no se conocía el autor: el anonimato.
La palabra anónimo viene del griego ανώνυμος (anonymous) compuesta del prefijo de negación αν- (a=sin) y la palabra όνομα (onoma= nombre), es decir "sin nombre".
Pero si hay algo que define a la persona es su nombre, porque sin él no es nada, no es nadie, no existe.
Existimos cuando nuestros padres nos dan de alta en el Registro Civil. Poco a poco nuestra madre nos distingue de sí misma llamándonos por nuestro nombre. Nuestra relación social comienza con la presentación oficial o familiar a los interlocutores. Nos sentimos considerados cuando nos reconocen por nuestro nombre, sea éste normal o raro, tradicional o moderno. Y hasta en la lápida de piedra nuestro nombre permanecerá más allá del recuerdo de los nuestros.
El nombre tiene algo de mágico, o al menos lo tenía en la antigüedad. Hay nombres bíblicos que recuerdan el cumplimiento de una profecía, como Isaac, "el que ríe", en recuerdo de la risa de Sara al oir la promesa de ser madre. A veces un nombre como Belén, "casa de pan", se convierte en fiel realización de un significado. Pablo procede del latín paulus, que significa pequeño, humilde; pero qué grandes son los Pablos. Los orígenes son tantos cuantas culturas: el griego Teodoro, "regalo de Dios", anticuado pero lleno de significado; el vasco Javier, "el que vive en casa nueva"; o el germano Fernando, "guerrero audaz".
El anónimo no quiere existir. No quiere salir a la luz. Se esconde. ¡Qué contraste con Fernando!
Mientras estudiaba en Historia de la Lengua Inglesa los préstamos recibidos por el inglés de otras lenguas, me topé con la palabra coward, cobarde, y llamó mi atención por la relación que su explicación tenía con mi fiel y leal perra Surra.
La palabra coward procede del francés couard (también predecesora del término castellano cobarde). El origen se remonta al francés medieval coart, y ésta vendría de coue, del latín cauda (castellano cola), y que haría alusión a la cola del perro y del lobo que la esconden entre las patas para mostrar sumisión y miedo, o sea, cuando "sienten cobardía".
Mi perra Surra, por algún atávico miedo, esconde su cola entre las patas cuando escucha los truenos o los petardos de Fin de Año, pero jamás compararía mi perra con la persona que no esconde la cola sino su propia dignidad en la impunidad de la palabra anónimo, sin nombre.
Existimos cuando nuestros padres nos dan de alta en el Registro Civil. Poco a poco nuestra madre nos distingue de sí misma llamándonos por nuestro nombre. Nuestra relación social comienza con la presentación oficial o familiar a los interlocutores. Nos sentimos considerados cuando nos reconocen por nuestro nombre, sea éste normal o raro, tradicional o moderno. Y hasta en la lápida de piedra nuestro nombre permanecerá más allá del recuerdo de los nuestros.
El nombre tiene algo de mágico, o al menos lo tenía en la antigüedad. Hay nombres bíblicos que recuerdan el cumplimiento de una profecía, como Isaac, "el que ríe", en recuerdo de la risa de Sara al oir la promesa de ser madre. A veces un nombre como Belén, "casa de pan", se convierte en fiel realización de un significado. Pablo procede del latín paulus, que significa pequeño, humilde; pero qué grandes son los Pablos. Los orígenes son tantos cuantas culturas: el griego Teodoro, "regalo de Dios", anticuado pero lleno de significado; el vasco Javier, "el que vive en casa nueva"; o el germano Fernando, "guerrero audaz".
El anónimo no quiere existir. No quiere salir a la luz. Se esconde. ¡Qué contraste con Fernando!
Mientras estudiaba en Historia de la Lengua Inglesa los préstamos recibidos por el inglés de otras lenguas, me topé con la palabra coward, cobarde, y llamó mi atención por la relación que su explicación tenía con mi fiel y leal perra Surra.
La palabra coward procede del francés couard (también predecesora del término castellano cobarde). El origen se remonta al francés medieval coart, y ésta vendría de coue, del latín cauda (castellano cola), y que haría alusión a la cola del perro y del lobo que la esconden entre las patas para mostrar sumisión y miedo, o sea, cuando "sienten cobardía".
Mi perra Surra, por algún atávico miedo, esconde su cola entre las patas cuando escucha los truenos o los petardos de Fin de Año, pero jamás compararía mi perra con la persona que no esconde la cola sino su propia dignidad en la impunidad de la palabra anónimo, sin nombre.
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